La sobreprotección de los hijos
La función de los padres es proteger a sus hijos, velar por su bienestar y seguridad, atender sus necesidades, proporcionarles cariño, pero también facilitarles una educación que prepare a niños y niñas para la vida adulta, y eso se consigue mediante el proceso de adquisición de su autonomía, desarrollando la responsabilidad, la alta percepción de auto-eficacia, la maduración emocional y social, la tolerancia a la frustración, el valor del esfuerzo, estrategias para resolver conflictos y dificultades, aprendiendo a tomar decisiones y aceptar sus consecuencias.
Aunque proteger a los hijos es un instinto de los progenitores, a medida que éstos crecen los padres deben ir asignándoles progresivamente tareas de mayor responsabilidad en función de su fase de desarrollo. Para ello es importante que los padres puedan vencer sus propias creencias limitantes sobre los hijos, esos miedos asfixiantes que les hacen ver peligros en todas partes, convirtiendo la vida del niño en un rosario de advertencias (no subas, no bajes, no toques, no te acerques, ten cuidado, ni se te ocurra…). Asimismo, los padres tienen que adquirir conciencia de que su cometido no debe ser solo proporcionar una infancia feliz, sino también preparar a ese niño para que sea en el futuro un adulto feliz.
Proteger es “amparar, favorecer, defender”. La sobreprotección, en cambio, es asumir parte de las responsabilidades de los hijos, resolver problemas que los menores están capacitados para solventar por sí mismos, tratándolos en definitiva como más pequeños.
El comienzo de la sobreprotección se desencadena en las primeras etapas de la vida del niño. Lo que a una edad es una protección adecuada, en otra se convierte en sobreprotección. Si los padres actúan en lugar del niño (recogen sus juguetes y ordenan sus cosas, les bañan o les lavan las manos cuando tienen edad para hacerlo solos, no dejan que coman o se vistan por sí mismos) y están pendientes de sus mínimos deseos, no contribuyen a su crecimiento y maduración personal.
Un modelo educativo competente debe regirse por el principio de que los cuidados que se proporcionen a los hijos tienen que encaminarse a desarrollar su libertad y autonomía. En cambio, la sobreprotección se traduce en comportamientos que limitan la libertad de éstos a la hora de tener experiencias con su entorno y evitan la experimentación de consecuencias tanto emocionales como físicas.
Qué podemos hacer para evitar la sobreprotección
- Los padres deben evitar que sus propios miedos organicen la vida de su hijo; por ello, el primer paso será regular las emociones del adulto.
- Querer mucho a un hijo no implica evitarle todos los sufrimientos. Los padres tienen que fomentar su autonomía y responsabilidad dejando que el niño desarrolle de forma progresiva más responsabilidades al tiempo que gradualmente se retira la protección en función de las necesidades de su etapa de desarrollo.
- Es más conveniente enseñar al niño cómo debe desenvolverse en caso de que se encuentre en una situación de peligro que prohibirle la realización de actividades por temor a que le pase algo.
- Debe estimularse la realización de actividades con otros niños en las que los adultos no estén presentes de forma constante.
- Una buena crianza debe promover la autosuficiencia, sin anticipar todo tipo de contratiempos ni pasarse el día alrededor del niño para intervenir a la menor eventualidad que se le presente.
- La coherencia entre ambos padres es vital para fijar las pautas en cuanto a las responsabilidades y autonomía.
Javier Urra lo resume así: «Tenemos que darles amor y, desde luego, seguridad, pero también ponerles límites, plantearles dilemas, regalarles retos (…) La educación no consiste solamente en adquirir títulos…Que su hijo o hija sean capaces de dar las gracias y de encajar una frustración es también parte fundamental de su formación… Mi consejo es que sean afectuosos con sus hijos, que estén con ellos cuando lo necesiten pero no encima de ellos todo el día».